miércoles, 5 de septiembre de 2007

S.Sebastián



Era enero y el día de mi cumpleaños. Dejaba de tener quince años. Estábamos lejos de nuestro país, aunque éste se convertía en uno nuevo y tal vez, propio. Llovía y junto a mi hermano Sebastián, esperábamos. Brindamos los cuatro por mis dieciséis, mientras almorzábamos -me parece que unos platos de pastas o quizás, más probablemente, algún arroz con mariscos compartido. Hoy, por ser un día especial, podíamos gastar algunos billetes de más. Era un barcito chiquito. Cálido como también lo era esta ciudad, a pesar del frío. En verano debía ser bastante caluroso. Las playas -seguramente- se deberían inundar de gente: algunos nadarían, otros se quemarían los pies -pero correrían hasta sus coloridas sombrillas-, varios armarían sus castillos de arena.
Con mi hermano soñábamos, días antes de llegar -en algún tren-, con alguna casa de vacaciones, con alguna mudanza hacia aquel lugar. O quizás con algún castillo de arena.
Bajamos del tren y caminamos bajo la lluvia por una callecita angosta. Tomamos un té bien caliente en el camino. Desde que pusimos nuestro primer pie derecho en la estación, esperábamos. Caminábamos y pensábamos en inundarnos de algún próximo verano. Unos momentos antes del brindis, dejamos las mochilas en el hostel. Por alguna razón no me acuerdo de la fachada de ése.
El hostel estaba completamente vacío. Y sí, ¿quién vendría a tomar frío? Nosotros porque esperábamos, en ese único día, conocer lo que alguna vez nos prometieron contar. Salimos de Buenos Aires con un itinerario. Todo era claro, unos días en cada lugar, en cada ciudad. En uno, el de los crepes, más días porque lo elegí yo: dejaba de tener quince años y esa era la razón. Pero estas playas eran raras. Un lugar cálido en invierno, pero sólo un día y sin aventuras. Sin ninguna idea de las visitas para hacer.
La iglesia estaba cerrada. Sólo algunos bares y hoteles en movimiento. Llovía y los habitantes decidían quedarse junto al fuego en sus casas.

Con tenedor en mano, nos mirábamos -mi hermano y yo. Ellos, en cambio, parecían disfrutar de aquella ventaja. Comían. Terminaban sus mariscos y luego venía lo dulce, un buen panqueque de dulce de leche. Nosotros de postre preferíamos la sorpresa, pero se hacía esperar. Moríamos por comerla y saborearla. Por correr al frío de la playa y tirarnos en la arena. Quizás, tomar valor y diseñar nuestro castillo. Pero hasta que aquella noticia no fuera clara, debíamos comer lo dulce y esperar. El postre, lentamente, fue volviéndose un tanto agridulce. A medida que pasaba el tiempo, un poco y un poco más amargo. Nosotros -con mi hermano Sebastián- no nos perdíamos de vista, hipnotizados, con los dedos tensos. Nuestros pies, bajo la mesa, golpeándose cada vez con más fuerza. Sospechábamos que la arena dejaba de ser cálida y, en cambio, blanca y fría. Tan fría que era nieve.
Con lo dulce anclado en la garganta, dejábamos el caluroso bar. Las caras no eran- claramente- de cumpleaños. Ella, nos dejaba -con alguna mala excusa- junto a él. Él, parecía volverse violeta y no del frío. Creo que miré sus manos y temblaban. Nos miró y empezó con un discurso incoherente: algo de unas zapatillas. Nosotros queríamos la sorpresa. Aunque -a decir verdad- ya me asustaba aquello. Seguía lloviendo y hacía demasiado frío. Yo odio el frío.
Después de zapatillas, de vueltas por angostas calles, de pasar por la iglesia -de querer entrar y que siguiese cerrada-, de temblar junto a él y de volverme violeta del miedo; llegamos al hostel. Evidentemente, la sorpresa llegaba a su fin. No queríamos castillos, no queríamos frío. Yo, por lo menos, quería escupir ese puntual amargo panqueque.



Mi hermano lo abrazó fuerte, tan fuerte que yo corrí al baño. Por suerte, el hostel estaba completamente vacío y aquel baño compartido, desocupado.
Sólo estábamos un día, no teníamos castillo, tampoco arena. Entendía, pero no entendía. Trataba y hacía fuerza, como mi hermano. Las cosas no estaban claras, por lo menos no tanto como creí que iban a estar.

No hubo castillos, pero en algún otro viaje, comeré el panqueque con mi hermano Sebastián.

Fugaz y vivaz


Los de arriba son
de él (no él).


Comía, él, todas las almendras con azúcar, acarameladas. No creo que la elegancia fuera su mayor destreza. Su arte en potencia. No paraba. Quién sabe por qué las comía de esa manera, por qué a tal velocidad. No creo estuviese nervioso. Era un a tras otra, pero su cara no hablaba de nervios. Más bien eran como impulsos, casi- diría- inclusive saltando. Simplemente comía fugaz y vivaz, con ansias a terminar. Luego- capaz- se compraría otra bolsita. Las devoraba. Se encontraba, allí, parado junto a la puerta. Sus piernas duras, sus muslos no se movían: no tiritaban.
Era digno de ser visto.
Esos rulos gigantescos al viento- aunque no hubiese. Un mero roce con cualquiera que por allí pasara, hacía que sus lindos pelos se sacudieran con éxito. Rulos que de a poco se acaramelaban; eran largos y rubios, tal vez casi pelirrojos.
Si alguna almendra acariciaba su pelo, se adhería sin dudarlo en aquellos. Suena asqueroso, pero en conjunto, conformaban una escena: era hasta casi sensible aquella situación, lo que ella provocaba. De a poco, todo se iba acaramelando. Primero eran sólo las almendras (aunque antes había visto otras aún más acarameladas); lentamente esos rubios se teñían. La punta de ellos, luego hacia el medio. Su pelo no era más, rubio.


No sé si habría alguien más, observando la escena.

sábado, 1 de septiembre de 2007














Henri Cartier Bresson – Salerno Francia- 1953

Invisible blanco de la pérdida, de alguna escondida.
Del sorpresivo encuentro y de la desilusión más grande.

Circular, falsamente encuadrada, dividida, fraccionada.

Juegos quiméricos. Siluetas perdidas, encuadradas. Encuadradas por todo lo que quedó adentro. Y todo lo que está por fuera.

Combates de aquella silueta, entre aquel juego, por algún sueño.